Sí amig@s, bendito fracaso, esa palabra que tememos tanto, que es como la peste y a la que nadie quisiera sentirse vinculado. Debo reconocer que la palabra fracaso no acaba de gustarme, no solamente porque tiene una connotación muy estigmatizadora y que valora solamente un aspecto muy limitado de la realidad basado en un resultado visible pero que no tiene en cuenta todo el camino en su conjunto, sino porque creo que no existe el fracaso, como no existe tampoco el éxito, sino que lo que verdaderamente y sencillamente existe es un camino continuo e interminable de aprendizaje en el que las caídas y tropiezos así como la conquista de la cima son solamente estaciones puntuales de ese vasto y largo camino. Prefiero hablar de momentos críticos, de retos vitales, de desafíos más que de fracasos, porque el fracaso parece un punto final, una estación de llegada, y las otras expresiones invitan a una proyección hacia el futuro incluso cuando todo parece estar perdido en el presente.
En 2014 me arruiné, mi negocio hizo aguas (por motivos que explicaré en la 2ª parte de este artículo), y por si no fuera suficiente la relación de pareja que tenía entonces se fue al garete, tuve que hacer dos mudanzas en apenas unos pocos meses casi sin fuerzas, y 2 buenos amigos dejaban este mundo inesperadamente, todo en apenas un año. Toqué fondo. Creo que en pocos momentos de mi vida llegué a sentirme tan perdido y confuso como entonces. El dolor era muy abrumador, todos mis demonios salieron a relucir y tristeza, miedo y rabia se mezclaban haciendo un cóctel difícil de expresar con palabras.
Ahora, con cierta perspectiva temporal, ya con las aguas calmadas, con todo el camino recorrido, habiendo transitado por ese árido desierto que a veces parecía interminable, veo en esa experiencia una bendición que me rescató a tiempo de vivir una vida carente de sentido, siendo una persona que en realidad no quería ser viviendo una vida que en nada se parecía a la que realmente deseaba para mí. En mitad de la tempestad me sentí perdido, sin embargo no era en la tempestad que estaba perdido, sino en mi vida anterior, ciego a mis múltiples llamadas interiores. Fue esa experiencia, fue esa situación crítica, ese supuesto fracaso en diferentes ámbitos de mi vida los que verdaderamente me mostraron el camino, el verdadero motivo por el que estoy aquí y hago lo que hago. Precisamente fue con esa especie de hecatombe personal y profesional cuando redescubrí todo aquello que había olvidado cuando supuestamente gozaba de un aparente éxito externo que era valorado y reconocido por todos pero que en realidad no me hacía del todo feliz, porque buscaba algo fuera que solamente podía encontrar en mi interior.
Os voy a explicar por qué en mi opinión es bueno ‘fracasar’, a diferencia de lo que en nuestra sociedad se promueve, valorando solamente el logro, la punta del iceberg, la pequeña parte de un todo mucho más grande que incluye un amplio cúmulo de experiencias agradables y desagradables y que nos llevan a crecer, a ampliar nuestra visión de la vida y la imagen que tenemos de lo que somos y de lo que podemos llegar a ser.
¿Por qué es bueno enfrentarse a esos momentos críticos?
– Porque nos sacan del tedio y del confort, nos sacan del aburguesamiento y la comodidad que nos sume en una especie de somnolencia y pereza conformista. Nos hablan de una vida mucho más grande y con más significado porque nos invitan a formularnos preguntas que en la comodidad aburguesada no nos formularíamos y, por tanto, nos estimulan a buscar, a adentrarnos en terrenos inexplorados de nosotros mismos que jamás hemos visitado por miedo, miedo tal vez a descubrir nuestra propia grandeza, nuestra propia luz.
– Porque en esos momentos de dolor extremo, cuando estás tan jodido que tienes la sensación de tener ya muy poco que perder, sobreviene de repente una especie de lucidez en la que al fin podemos dilucidar con claridad aquello que verdaderamente deseamos para nuestra vida, tal vez aquello que siempre ha estado ahí, pero que hemos ignorado sistemáticamente para no entrar en conflicto ni defraudar a las personas que más queremos. Podemos hacer caso a esa visión, seguir la fuerza de esa llamada a la que tantas veces hemos hecho caso omiso o podemos refugiarnos de nuevo en aquello que de manera inmediata y a corto plazo nos aporta seguridad y confort, pero que en el fondo, a medio y largo plazo será una inversión a fondo perdido, porque estaremos viviendo una vida que en realidad no queremos y que nos ha llevado al dolor, a la frustración, al estancamiento.
-Porque en esos momentos, inevitablemente tenemos que mirar adentro de nosotros mismos, rescatar el fondo de ese armario en el que se acumulan tantas decepciones, tanto dolor, tanta culpa, tanta frustración, tanta sensación de incapacidad. Sí, hay que mirar adentro, y ahí están todos nuestros demonios, nuestros fantasmas y algún que otro espejismo que hemos vivido como real. Eso es doloroso, y mucho, pero cuando todo parece ir bien, aunque en el fondo nos autoengañemos, evitamos esa necesaria revisión biográfica en la que se produce la alquimia, la verdadera y tal vez única posibilidad transformación. Es una invitación por tanto a quedarnos, a no huir más de nosotros mismos, a no tapar con falsedades y personajes más o menos reconocibles para los demás pero que no son ni siquiera un pequeño destello de lo que en realidad somos.
-Porque en esa experiencia extrema, si somos capaces de mirarnos desde la hondura, abrazando nuestras múltiples sombras con amor, descubrimos que esas sombras solamente pueden existir en contraposición a la luz, esa luz que también brilla en nosotros, esa luz que merece ser vivida y experimentada desde la conciencia más profunda hasta estallar y verterse en todas y cada una de nuestras palabras y acciones en el mundo. Solamente acogiendo nuestra parte más jodidamente oscura podemos abrir esa puerta hacia nuestros talentos, nuestras vocaciones, todo aquello que nos ayuda a crecer, a expandirnos y que inevitablemente y sin saberlo también contribuyen al crecimiento y a la expansión de los que nos rodean.
–Porque hay una felicidad mucho más profunda que los superficiales destellos de una supuesta felicidad que nos venden desde los libros de autoayuda hasta la publicidad lava-cerebros que nos hipnotiza con aparentes paraísos prometidos si cumplimos con unos estándares aceptados y no cuestionados por la sociedad en la que vivimos. Sí, existe una felicidad mucho más profunda, una felicidad que está en todo y que va más allá de momentos puntuales, que trasciende la condición de agradable o desagradable, y que puede estar presente también en la pérdida, en el sufrimiento, en el conflicto, si nos abrimos completamente al juego de vivir y aceptamos la vida como una experiencia completa y perfecta en sí misma, más allá de pequeños fulgores puntuales.
-Porque en esos momentos críticos uno descubre que no hay nada en qué apoyarse salvo en uno mismo y que uno debe aprender inevitablemente a ser su propia raíz, su propio padre, su propia madre. Si la raíz no es sólida ni fuerte no solamente no crecerá con vigor ni fuerza la planta, sino que el fruto no llegará a nacer y si lo hace pronto desaparecerá. Eso no significa que no haya personas a nuestro alrededor que puedan estimularnos, lleven a hacernos preguntas y por tanto nos ayuden a caminar en ciertos momentos. La idea va un poco más allá, y es que debemos estar bien enraizados para poder crecer, para poder desarrollarnos, para poder desplegar todas nuestras potencialidades y ello implica adentrarnos en nuestras profundidades, conocer nuestras heridas más íntimas, conocer todas aquellas creencias acumuladas que nos han estado limitando en tantos aspectos y comenzar un camino de sanación precisamente para que esa raíz sana, sólida, fuerte pueda dar lugar a los vigorosos frutos que podemos llegar a cosechar.
Un comentario
Sobreviene una especie de lucidez..
Pero mientras tanto.. hay que pagar cosas.
Cuando ese trabajo no te deja tiempo mas que para cenar e irte a la cama..